domingo, 2 de junio de 2024

Los Jones y los Fabelman

 

Los Jones y los Fabelman

He visto muchas veces Indiana Jones y la última cruzada (1989) pero hace un par de semanas  la vi por primera vez después de haber visto la autobiográfica Los Fabelman (2022), de Steven Spielberg. El director ya nos ha advertido muchas veces que en cada una de sus películas podemos encontrar un pedacito de su infancia y, en general, con mayor o menor análisis puedes encontrar a ese niño entre el celuloide, pero esta claro que en Los Fabelman (que no son otros que los Spielberg) nos damos de bruces con su infancia entera.

Desvelando algo de esta última película, en ella Spielberg nos confiesa que en su infancia, su padre, Ingeniero eléctrico que se volcó en su trabajo para IBM, Apple..., no comprendía ni apoyaba su pasión por el cine y, además nos explica que durante un largo período de su vida, Spielberg le culpó de la crisis sentimental entre sus padres. Algo de este reproche puede verse en E.T., donde no aparece la cara de ningún adulto a parte de la madre de Elliot hasta el final de la película, donde el protagonista descubre a alguien que si le comprende, el científico que finalmente acepta liberar a E.T.

Creo que en la última cruzada hay mucho de esa relación padre – hijo  y me atrevo a decir que es la película de la reconciliación de Spielberg con su padre. Desde el principio, Indiana nos deja ver que su padre estaba muy distanciado de él cuando era pequeño: le preocupaba más la búsqueda del Santo Grial que su propia familia… Era exigente y poco flexible (Recordemos cuando Indiana quiere entrar en el despacho de su padre cuando era adolescente: antes de hablar, cuenta hasta diez! uno, dos, tres… En Griego!). Ya mayor, cuando Indiana consigue rescatar a su padre del castillo donde los nazis lo tienen retenido, surge el clímax de la discusión: Cuando era pequeño no podía entender tu obsesión por el Grial… Y mamá tampoco!. El padre lo niega, pero confiesa: su madre ocultó la enfermedad que tenía y cuando la explicó ya era demasiado tarde… Esto es: el padre, demasiado volcado en el trabajo, es el culpable de que la madre marchara, no escuchó sus problemas, no quería comprenderla…


En toda la película también hay algo de como el padre sigue viendo a Indiana como un niño. No le llama por su nombre, sino Júnior, recalcando que está por debajo de él (sénior). Después de confesiones, aventuras y un cierto reconocimiento mutuo, la vida lleva a ver a los Jones, igual que los Fabelman, que la vida no es tan larga y que es mejor poder perdonarse, aunque sea tarde.

Esto nos lleva al momento final de la reconciliación: Indiana está colgando del precipicio y ve la posibilidad de coger el Grial y poder llevárselo; esto es, poder cometer el mismo error que Elsa cometió anteriormente y dejarse llevar por la codicia cayendo en el abismo… 



Entonces aparece su padre, le agarra de la mano, de da el asidero de la experiencia. Por primera vez, deja de llamarle Júnior: “Indiana! Déjalo…. (deja el Grial), dame la otra mano”; esto es: confía en mi, dame a mi las dos manos, esta vez no te fallaré. Esta vez Indiana confía. Y se salva…

La imagen final de la película nos deja ver el resultado de la reconciliación: el padre ya puede cavalgar al lado de su hijo, la herida está cicatrizando..





jueves, 30 de diciembre de 2021

Los tres días del cóndor y las cucarachas

Los que me vais leyendo ya sabéis que llevo las interpretaciones al límite, en este caso, los vehículos y su simbología en Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975), que para mi tienen un papel importante para trasladar el mensaje de la película al espectador. Preparaos que vienen curvas, breve pero intenso.

Ya desde el inicio del metraje vemos que el personaje del protagonista, Robert Redford no solo es poco convencional como agente de la CIA, sino también como ciudadano medio de Nueva York. Esta idea tiene un reflejo claro cuando vemos a Redford llegar al trabajo montado en un trasto de lo más original (lo podemos llamar ciclomotor, aunque a mí me recuerda a un saltamontes), que se ve amenazado en medio de una pequeña jungla de coches. Ahí ya intuimos que Redford será una nota discordante y que en algo o en mucho no encajará con el papel que se espera de él en la sociedad.

 


Avanzando en la trama, vemos que Redford se ve abocado a sobrevivir en Nueva York sorteando peligros y para ello se mueve con un icónico Ford Bronco, un jeep naranja que no sabemos que hace en medio de la gran manzana, en vez de estar los campos de Oklahoma o Arkansas. Un solitario animal salvaje amenazado en medio de los taxis y largas berlinas imperantes en todas las ciudades norteamericanas, símbolo del resto de habitantes que siguen el modelo social preestablecido.

 

Ese jeep discordante contrasta claramente con el pequeño ejército de berlinas negras idénticas que literalmente se esconden en los subterráneos de los edificios oficiales y que se desperdigan por la ciudad a la búsqueda y captura del agente díscolo. Cada vez que las veo no puedo evitar asociarlas con las cucarachas, imagen de la corrupción oculta existente en las élites gubernamentales. La pureza de lo rural o salvaje frente a la degradación de lo urbano o la civilización, a la que la hemos llevado los que la hemos creado, los humanos. Me quedo aquí, creo que ya hay bastante divagación por hoy…



sábado, 3 de abril de 2021

El salvavidas de emergencia: Coco y El Bravo

Hoy me dejo ir y escribo no desde el libro de teoría del cine, sino desde aquella infancia feliz que pasé con mis tíos (que no eran hermanos de mis padres) en el verano de Vilanova i la Geltrú o desde las noches que me quedaba a dormir en casa de mi abuela, en las que ella no se dedicaba a contarme un cuento de los hermanos Grimm al pie de mi cama, sino a comentar conmigo películas de serie B, de las que yo le aclaraba quien era exactamente el último matón que había muerto.

Recientemente hay dos películas de amor que me han recordado esos momentos que forman parte del “salvavidas de emergencia” de mi edad adulta. Si, de amor, que no de amantes: Coco (Lee Unkrich y Adrian Molina, 2017) y El Bravo (Irving Rapper, 1956).

Empezando con las conexiones en las que tanto insisto, los dos filmes están ambientados en Iberoamérica y Méjico, más concretamente y, siendo los dos norteamericanos, corrigen un error histórico que este país ha cometido con la cultura vecina: acercarse a ella con folklorismo y condescendencia. Para mí, esos defectos se han manifestado especialmente en el cine de animación, con ejemplos como las películas de Disney Saludos amigos (1945) y Rio (2011). En el caso de Coco, creo que juega un papel importante el hecho de que el codirector junto con Lee Unkrich (responsable de otras maravillas de Pixar como Ratatouille, Buscando a Nemo, Toy story 3 y Onward, en estas dos últimas, por cierto, la muerte también juega un papel importante, por cierto,) sea el norteamericano, de origen mejicano Adrian Molina, quien sigue celebrando el Día de muertos:


Coco empieza atrayéndote con esa fuerza visual y baño de colores que representa la fiesta del Día de muertos en Méjico. Fuerza visual no significa exceso en Coco (que es lo que pasa en los episodios II y III de Star Wars y muchas otras), y para mi eso lo demuestra un elemento como el papel de la flor naranja del día de muertos (llamada Cempasúchil, como recientemente he aprendido). La tonalidad naranja va acompañando todo el metraje e inunda la fiesta, pero no satura. Para mi, además, representa la presencia sutil de la muerte en toda la película: el color naranja como representación del ocaso, el otoño de la vida (en esta estación del año, las hojas ya son marrones y se van desprendiendo de los árboles, llenando las calles, bosques y caminos).

Pero el elemento central es el amor hacia aquellos que ya no están. En el Día de muertos, solo aquellos fallecidos que son recordados pueden volver durante esa jornada al mundo de los vivos. Así, la canción “Recuérdame” se erige como motor de la película (con el giro genial de guion de incluso ser parodiada en medio del film). Ahí es donde brilla el fantástico tándem realmente protagonista y alma de la historia: Miguel y su bisabuela Coco (fotograma después de este párrafo); ellos nos demuestran que nos mantenemos vivos a través del cariño de los otros (o, como sentenciaba con palabras certeras Milena Busquets, al hablar de Coco, ningún ser humano que ha amado y ha sido amado, muere solo. Ver artículo de Busquets en el enlace al pie). En un nuevo giro de tuerca, la película homenajea a aquellos que en general se consideran los “eslabones débiles” de la familia: los niños y las personas mayores, quienes aquí nos demuestran lo que se puede llegar a conseguir su tierna complicidad.


Muy recientemente he visto El Bravo, llamado por el mito de Dalton Trumbo (el guionista maldito, y miembro destacado de los “Hollywood ten”, perseguidos por el McCarthysmo), ya que fue este filme le valió al maldito un Oscar al mejor guion, que no llegó a recoger en su momento puesto que debido a esa persecución, se escribió bajo el seudónimo de Robert Rich. Se trata de una sencilla y efectiva fábula en la que un niño de una familia pobre (Leonardo) que trabaja para un gran ganadero mejicano, traba una amistad inseparable con un toro de lidia que nace a sus pies (Gitano). La película tiene sus claros defectos (especialmente en el último tercio cuando entra en una estéril y mal llevada oda al gobierno mejicano de la época). Sin embargo, hay algo que deslumbra en todo el metraje y es el amor incondicional y la conexión entre niño y animal, animal y niño. Aquí el papel del jovencísimo Michel Ray te ablanda quieras o no, cual Marcelino pan y vino… Aquí de nuevo la conexión entre las dos películas, el amor y la capacidad de superación entre dos seres habitualmente considerados poco relevantes en las estructuras sociales, familiares… un niño pobre y un animal destinado cruelmente a morir en el ruedo. La mágica conexión entre Leonardo y Gitano en algún momento te hacen pensar en aquel amigo que perdiste, que se hizo de aquella playa donde te revolcabas de niño o aquel primer beso que te acojonó y te lleno de fuerza a la vez...



Si algún día os hace falta un trago de fe en el género humano, a parte de recorrer a Capra, no olvidéis estas dos películas.


 Ver el artículo completo de Milena Busquets en El Periódico en el siguiente enlace: https://www.elperiodico.com/es/opinion/20171213/coco-milena-busquets-articulo-el-periodico-6492574

domingo, 6 de diciembre de 2020

Sed de mal y Bailando con lobos: la frontera

El arranque de Sed de mal (Orson Welles, 1958) es icónico dentro del séptimo arte. Un plano – secuencia brillante (entradas y salidas sincronizadas de personajes, uso de las sombras, cambios de perspectiva de la cámara, etc.) en el cual ya se aprecia un elemento que seguirá estando presente el resto de la película: la frontera. Los personajes dentro del plano secuencia pasan por la frontera entre Estados Unidos y Méjico a pie, y una vez llegados a Norteamérica sucede el asesinato cuya investigación marcará el desarrollo de toda la trama.



Desde un inicio, el agente contra el narcotráfico mejicano, Mike Vargas (Charlton Heston) pretende superar los límites que impone la frontera entre los dos países: se acaba de casar con una norteamericana, intentando compaginar estilos de vida, cultura, etc. Pronto aparece la antítesis de Vargas, el policía norteamericano, Hank Quinlan (Orson Welles) quien entiende que la frontera es un bien a preservar y que el delito y la oscuridad vienen siempre del mismo sitio, el lado mejicano de la frontera; no importa que, para llevar ante la justicia sus sospechas, sea necesario falsear pruebas o arrancar a los culpables dudosas declaraciones de culpabilidad. El asesinato rápidamente está resuelto para Quinlan: el culpable es un chico mejicano, que tiene una relación con la hija del asesinado, a espaldas de su padre. Vargas descubre la realidad corrupta de Quinlan y ambos personajes transitan de un lado al otro de la frontera intentando desenmascarar al corrupto uno y ocultar su culpabilidad el otro. La frontera es una línea inútil para limitar el paso de los delitos, el amor, el poder…

En Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990), después de sufrir el sinsentido de la Guerra Civil americana, el teniente John Dunbar (el mismo Costner), solicita destino en la frontera oeste con el territorio indio. Allí descubre que el fuerte que marca la frontera ha sido abandonado, pero decide quedarse y acompañado por la emotiva música de John Barry, se va adentrando cada vez más en la vida de la tribu sioux con quien comparte territorio. A medida que el equilibrio y los valores de la cultura india le van atrayendo, Dunbar cada vez ve menos sentido a una frontera que no es nada más que una ficción sobre un territorio virgen. A medida que Dunbar, su lobo calcetines y toda la amalgama de sentimientos que lleva encima van transitando entre territorio norteamericano y territorio sioux, la frontera se va desdibujando y la lógica llevaría a pensar que lo que realmente tendría sentido es que desapareciera y que sioux y norteamericanos convivieran sin el peso de la sombra de personajes injustamente ensalzados en EEUU, como el General Custer.



Los desenlaces de las dos películas nos llevan de nuevo a la frontera. Por una parte, Vargas descubre que más allá de la frontera entre ambos países, hay una frontera real que en esa historia también se está transitando, la que existe entre el bien y el mal (si es que podemos llegar a decir que ambos existen con esa claridad…), puesto que mientras Vargas intenta desenmascarar la corrupción de Quinlan, se olvida de descifrar quien es realmente el asesino en su caso. Finalmente su compatriota mejicano es culpable y las pruebas falseadas de Quinlan no llevaban a inculpar a un inocente, sino a descubrir un verdadero culpable. Mientras tanto, Dunbar se da cuenta de que la frontera entre las dos civilizaciones no se podrá borrar. Finalmente tendrá que escoger entre volver a ocupar su lugar dentro de la sociedad y el ejército norteamericano o abrazar definitivamente la cultura sioux.