Los que me vais leyendo ya sabéis que llevo las interpretaciones al límite, en este caso, los vehículos y su simbología en Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975), que para mi tienen un papel importante para trasladar el mensaje de la película al espectador. Preparaos que vienen curvas, breve pero intenso.
Ya desde el inicio del metraje vemos que el personaje del
protagonista, Robert Redford no solo es poco convencional como agente de la
CIA, sino también como ciudadano medio de Nueva York. Esta idea tiene un
reflejo claro cuando vemos a Redford llegar al trabajo montado en un trasto de
lo más original (lo podemos llamar ciclomotor, aunque a mí me recuerda a un
saltamontes), que se ve amenazado en medio de una pequeña jungla de coches. Ahí
ya intuimos que Redford será una nota discordante y que en algo o en mucho no
encajará con el papel que se espera de él en la sociedad.
Avanzando en la trama, vemos que Redford se ve abocado a
sobrevivir en Nueva York sorteando peligros y para ello se mueve con un icónico
Ford Bronco, un jeep naranja que no sabemos que hace en medio de la gran
manzana, en vez de estar los campos de Oklahoma o Arkansas. Un solitario animal
salvaje amenazado en medio de los taxis y largas berlinas imperantes en todas
las ciudades norteamericanas, símbolo del resto de habitantes que siguen el
modelo social preestablecido.
Ese jeep discordante contrasta claramente con el pequeño ejército de berlinas negras idénticas que literalmente se esconden en los subterráneos de los edificios oficiales y que se desperdigan por la ciudad a la búsqueda y captura del agente díscolo. Cada vez que las veo no puedo evitar asociarlas con las cucarachas, imagen de la corrupción oculta existente en las élites gubernamentales. La pureza de lo rural o salvaje frente a la degradación de lo urbano o la civilización, a la que la hemos llevado los que la hemos creado, los humanos. Me quedo aquí, creo que ya hay bastante divagación por hoy…