Hoy me dejo ir y escribo no desde
el libro de teoría del cine, sino desde aquella infancia feliz que pasé con mis
tíos (que no eran hermanos de mis padres) en el verano de Vilanova i la Geltrú o
desde las noches que me quedaba a dormir en casa de mi abuela, en las que ella
no se dedicaba a contarme un cuento de los hermanos Grimm al pie de mi cama,
sino a comentar conmigo películas de serie B, de las que yo le aclaraba quien
era exactamente el último matón que había muerto.
Recientemente hay dos películas
de amor que me han recordado esos momentos que forman parte del “salvavidas de
emergencia” de mi edad adulta. Si, de amor, que no de amantes: Coco (Lee
Unkrich y Adrian Molina, 2017) y El Bravo (Irving Rapper, 1956).
Empezando con las conexiones en
las que tanto insisto, los dos filmes están ambientados en Iberoamérica y
Méjico, más concretamente y, siendo los dos norteamericanos, corrigen un error
histórico que este país ha cometido con la cultura vecina: acercarse a ella con
folklorismo y condescendencia. Para mí, esos defectos se han manifestado
especialmente en el cine de animación, con ejemplos como las películas de
Disney Saludos amigos (1945) y Rio (2011). En el caso de Coco,
creo que juega un papel importante el hecho de que el codirector junto con Lee Unkrich (responsable de otras maravillas de Pixar como Ratatouille,
Buscando a Nemo, Toy story 3 y Onward, en estas dos últimas, por cierto, la
muerte también juega un papel importante, por cierto,) sea el norteamericano,
de origen mejicano Adrian Molina, quien sigue celebrando el Día de muertos:
Coco empieza atrayéndote con esa
fuerza visual y baño de colores que representa la fiesta del Día de muertos en
Méjico. Fuerza visual no significa exceso en Coco (que es lo que pasa en los episodios II y III de Star Wars y muchas otras), y para mi eso lo demuestra
un elemento como el papel de la flor naranja del día de muertos (llamada Cempasúchil,
como recientemente he aprendido). La tonalidad naranja va acompañando todo el metraje e inunda la fiesta, pero no satura. Para mi, además, representa la
presencia sutil de la muerte en toda la película: el color naranja como
representación del ocaso, el otoño de la vida (en esta estación del año, las
hojas ya son marrones y se van desprendiendo de los árboles, llenando las
calles, bosques y caminos).
Pero el elemento central es el amor hacia aquellos que ya no están. En el Día de muertos, solo
aquellos fallecidos que son recordados pueden volver durante esa jornada al mundo
de los vivos. Así, la canción “Recuérdame” se erige como motor de la película
(con el giro genial de guion de incluso ser parodiada en medio del film). Ahí
es donde brilla el fantástico tándem realmente protagonista y alma de la historia: Miguel y su bisabuela Coco (fotograma después de este párrafo); ellos
nos demuestran que nos mantenemos vivos a través del cariño de los otros (o, como
sentenciaba con palabras certeras Milena Busquets, al hablar de Coco, ningún
ser humano que ha amado y ha sido amado, muere solo. Ver artículo de Busquets en el enlace al pie).
En un nuevo giro de tuerca, la película homenajea a aquellos que en general se
consideran los “eslabones débiles” de la familia: los niños y las personas
mayores, quienes aquí nos demuestran lo que se puede llegar a conseguir su tierna
complicidad.
Muy recientemente he visto El Bravo, llamado por
el mito de Dalton Trumbo (el guionista maldito, y miembro destacado de los
“Hollywood ten”, perseguidos por el McCarthysmo), ya que fue este filme le valió al maldito un Oscar al mejor guion, que no llegó a recoger en su momento
puesto que debido a esa persecución, se escribió bajo el seudónimo de Robert
Rich. Se trata de una sencilla y efectiva fábula en la que un niño de una
familia pobre (Leonardo) que trabaja para un gran ganadero mejicano, traba una
amistad inseparable con un toro de lidia que nace a sus pies (Gitano). La
película tiene sus claros defectos (especialmente en el último tercio cuando entra en una estéril y mal llevada oda al gobierno mejicano de
la época). Sin embargo, hay algo que deslumbra en todo el metraje y es el amor
incondicional y la conexión entre niño y animal, animal y niño. Aquí el papel
del jovencísimo Michel Ray te ablanda quieras o no, cual Marcelino pan y vino…
Aquí de nuevo la conexión entre las dos películas, el amor y la capacidad de
superación entre dos seres habitualmente considerados poco relevantes en las
estructuras sociales, familiares… un niño pobre y un animal destinado
cruelmente a morir en el ruedo. La mágica conexión entre Leonardo y Gitano en
algún momento te hacen pensar en aquel amigo que perdiste, que se hizo de
aquella playa donde te revolcabas de niño o aquel primer beso que te acojonó y
te lleno de fuerza a la vez...
Si algún día os hace falta un
trago de fe en el género humano, a parte de recorrer a Capra, no olvidéis estas
dos películas.